
Antonio Bravo
Varias semanas después de que Anagrama paralizara la publicación de El odio, la novela de Luisgé Martín sobre el caso de José Bretón, y rescindiera su contrato, el autor habla sin rodeos sobre la controversia que desató su obra. En esta entrevista, Martín repasa su trayectoria literaria, su evolución del género de ficción a la no ficción, y reflexiona sobre los límites entre realidad y ficción, la censura en el mundo literario y el papel del escritor en la sociedad actual.
P. ¿Cómo describirías la evolución de tu estilo narrativo a lo largo de los años?
R. Es una pregunta difícil, porque creo que no soy la persona más indicada para analizarme a mí mismo. Diría que mi primer libro fue escrito con una cierta naturalidad, con una simplicidad estilística muy marcada. Escribía desde un lugar oscuro, sin mayores pretensiones, con la espontaneidad de quien aún no ha sido leído ni juzgado.
Después, como suele pasar tras la publicación del primer libro, me invadió una especie de ansiedad literaria. La segunda novela fue completamente distinta: escrita en un castellano casi del Siglo de Oro, con un estilo barroco, alambicado, como si tuviera miedo de volver a ser natural.
Desde entonces, he intentado recuperar esa escritura inicial, la de alguien que aún no ha sido publicado, que escribe sin miedo, sin presión, sin tener en cuenta quién le va a leer. De hecho, en aquella época todavía escribía todo a mano, algo que hoy me resulta difícil de imaginar.
P. Tus obras suelen explorar la identidad, el deseo y la moralidad. O al menos, esa ha sido mi lectura al acercarme a ellas. ¿Qué te atrae de estos temas?
R. Supongo que tienen que ver con las carencias de cada uno. Siempre he creído que los escritores somos seres un poco averiados. Cada cual tiene su avería particular, y lo que intentamos hacer con la literatura es, en cierto modo, reparar esa avería. En mi caso, esa necesidad apareció muy pronto: con apenas nueve o diez años ya estaba escribiendo una novela en un cuaderno escolar que nunca terminé. Casi antes de ser lector, ya quería ser escritor. Eso ya indica que había alguna carencia, algo que faltaba.
Después, durante la adolescencia, descubrí que era homosexual, y también que no podía serlo libremente, porque en ese momento era lo peor que uno podía ser. Tuve que fingir, ocultarme. Y probablemente de ahí nace mi interés por las identidades, por su construcción, por los papeles que representamos en el mundo. También por las zonas oscuras del ser humano: lo que uno hace cuando cree que nadie le observa, y el deseo de observar lo que otros hacen en la intimidad. Todo ese universo oculto, siniestro, incluso perverso, forma parte de mi mundo narrativo. Y aunque muchas veces tenga que ver con la sexualidad, no se limita solo a ella.
P. ¿Y cómo abordas la creación de esos personajes complejos, moralmente ambiguos o incluso perversos, según se mire?
R. Bueno, en algunos casos ni siquiera son ambiguos: son directamente perversos. ¿Cómo los abordo? Es difícil de explicar con precisión, pero suelo empezar con un cuaderno de notas. En él recojo ideas completamente dispersas: un gesto que veo en alguien, unas gafas que me recuerdan a un personaje, un cuadro que inspira una escena… Todo eso va nutriendo la construcción del personaje.
A la vez, suelo saber desde el inicio cuál es el rumbo general del libro y de sus protagonistas. Y también creo, aunque suene un poco mágico, que los personajes acaban tomando el control. No es que se me aparezca un duende al oído, pero sí ocurre algo parecido a lo que decía antes: cuando estás inmerso en un proyecto, todo lo que te rodea —personas, libros, películas, conversaciones— te va dando pistas sobre hacia dónde debe ir ese personaje.
Creo que el único motor imprescindible en ese proceso es la honestidad. Nunca me he autocensurado. Siempre he intentado llevar al personaje hasta las últimas consecuencias, aunque eso implique adentrarse en territorios incómodos. La literatura tiene que ser molesta, y en primer lugar para el propio autor. No se trata de escribir bien, de hacer piruetas con el lenguaje, sino de buscar respuestas, de intentar entender el mundo y entenderse a uno mismo.
P. Tus obras suelen explorar la identidad, el deseo y la moralidad. O por lo menos eso he interpretado al leerlas. ¿Qué te atrae de esos temas?
R. Creo que tiene que ver con las carencias de cada uno. Siempre he pensado que los escritores somos seres un poco averiados, y lo que hacemos con la literatura es intentar reparar esa avería. Yo empecé a escribir muy pronto, incluso antes de ser lector. A los nueve o diez años ya estaba escribiendo una novela —nunca la terminé— en un cuadernito escolar. Había ahí una necesidad, una falta.
Luego, con la adolescencia, descubrí que era homosexual. Y no podía serlo: en aquel momento era lo peor que se podía ser. Tuve que fingir, que ocultarlo. De ahí viene, probablemente, mi obsesión por las identidades: por cómo se definen, por qué papel representa cada uno en el mundo.
También me interesa lo que llamo ‘las zonas oscuras’: lo que uno hace cuando cree que nadie lo está mirando, y el deseo de mirar al otro cuando tampoco sabe que lo observan. Todo ese mundo oculto, incluso perverso —aunque no solo vinculado a lo sexual— me fascina.
P. ¿Cómo abordas la creación de personajes tan complejos y moralmente ambiguos?
R. Ambiguos… o incluso perversos directamente. Yo suelo abrir un cuaderno al comenzar un proyecto, y allí empiezo a tomar notas muy dispersas: una frase, una imagen, unas gafas que veo, un cuadro al fondo. Todo eso puede acabar siendo parte del personaje.
También sé, más o menos, hacia dónde va el libro, cuál es su razón de ser. Y sí, reivindico esa idea mágica —o pseudo mágica— de que los personajes, en algún momento, toman el control. No es que un duende me susurre al oído, pero hay algo de eso: empiezas a cruzarte con personas, películas, libros, ideas… y todo eso te da pistas.
Intento ser absolutamente honesto. Nunca me he autocensurado. Creo que la literatura tiene que molestar, incluso al autor. No se trata de escribir prosa bonita, sino de adentrarse en zonas incómodas para entender el mundo, y para entenderte a ti mismo.
P. Has dicho que la literatura debe molestar. ¿Crees también que puede ser peligrosa?
R. Depende del concepto de ‘peligro’ que se maneje en cada época. Hoy hay quienes creen que la literatura lo es, pero yo no estoy de acuerdo. Cuando una sociedad es madura, cuando hay pensamiento crítico, incluso la literatura más odiosa es constructiva.
Ojalá los medios de comunicación —que son mucho más poderosos— o el arte audiovisual fueran tan poco peligrosos como la literatura. Un libro nunca es verdaderamente peligroso.
P. En Los oscuros, tu primer libro, se perciben influencias de Borges y Cortázar. ¿Te marcaron especialmente?
R. Absolutamente. Conocí a Cortázar personalmente; tuve una especie de relación de fan con él. Lo perseguí como quien sigue a Lady Gaga. Sus cuentos me marcaron profundamente. Borges también fue una influencia fundamental, aunque no lo conocí. Su literatura —y también su poesía, que es menos reivindicada— me sigue fascinando cada vez que lo releo.
Las marcas de la juventud son las que más perduran. Un autor con voz propia las disuelve con el tiempo, las mezcla con otras lecturas y con su propio temperamento, pero ahí están.
Me interesa lo que llamo ‘las zonas oscuras’: lo que uno hace cuando cree que nadie lo está mirando, y el deseo de mirar al otro cuando tampoco sabe que lo observan.
P. Los oscuros combina lo lírico, lo fantástico, lo racional y lo inexplicable. ¿Qué buscabas transmitir?
R. Fue una respuesta al desamor, claramente. Empecé escribiéndolo como una colección de relatos sobre el desamor. Borges me ayudó a rebajar el tono sentimental, a buscar lo frío, lo racional, una mirada casi forense que equilibrara ese fuego volcánico de la pasión. El libro está dedicado a una persona de la que me enamoré. Las historias giran en torno a eso: personas que aman, pero no se atreven a amar de verdad.
P. En 2016 publicaste El amor del revés, donde relatas el proceso de aceptación de tu homosexualidad. ¿Qué te motivó a compartir esa experiencia?
R. Fue un libro que supe que tenía que escribir desde hacía años. El único dilema era cuándo. Muchas veces escribimos mundos ficticios o lejanos para contar cosas personales.
En este caso, mi historia me parecía bastante representativa, y reunía los elementos necesarios para que pudiera servir de modelo —con sus luces y sombras— para otros.
Fui posponiéndolo, hasta que un día decidí que era el momento. Había pasado el tiempo suficiente para mirarlo con distancia. Quise narrar ese viaje del héroe —en sentido narrativo— que va desde el descubrimiento, pasando por la caída, el infierno, hasta el resurgir. Es un proceso de reconstrucción, pero también de afirmación.
P. En 2020 publicaste Cien noches, donde abordas la promiscuidad y la fidelidad desde una perspectiva tanto literaria como científica. ¿Qué te llevó a escribir Cien noches?
R. Como todos mis libros, Cien noches nace de una necesidad de explorar determinados asuntos. Exceptuando La mujer de sombra, que es una obra más centrada en la trama —aunque sin dejar de ser mía en tono y temática—, el resto de mis libros surgen a partir de temas que me obsesionan o sobre los que quiero reflexionar. En este caso, me interesaba hablar de la infidelidad y la promiscuidad.
Seguimos, incluso en 2025, teorizando sobre el fin del amor romántico, denostándolo en el discurso público, pero al mismo tiempo perpetuamos ideas como la fidelidad absoluta, la entrega total, como si fueran valores innegociables en las relaciones. Y, sin embargo, la realidad demuestra que no lo son. Quería que los personajes se enfrentaran a estos dilemas, que entraran en conflicto con estas expectativas sociales. Quería reflexionar sobre por qué tantas personas defienden la fidelidad mientras practican la infidelidad, y qué hay detrás de esa contradicción. De ahí nació Cien noches.
P. ¿Qué significó para ti ganar el Premio Herralde con esta novela?
R. Bueno, por un lado, me sentí un poco desafortunado porque fui el único ganador del Premio Herralde que no pudo celebrarlo: estábamos en plena pandemia de COVID y hubo que suspender la fiesta. Pero, más allá de eso, ganar el Herralde es un aval literario. Es una certificación, una señal de que lo que has escrito tiene valor, de que ha merecido la pena el esfuerzo. Siempre queda en el currículum, y eso también es importante.
Intento ser absolutamente honesto. Nunca me he autocensurado. Creo que la literatura tiene que molestar, incluso al autor.
P. Este año publicaste El odio, un libro que ha generado bastante polémica. Me gustaría saber qué te impulsó a escribir sobre el caso de José Bretón.
R. Bueno, lo he dicho varias veces, y también lo explico en el propio libro. Como te comentaba antes, yo escribo sobre aquello que no soy capaz de entender o sobre lo que considero que necesita una relectura, una reorganización del discurso social. Siento la necesidad de poner cierto orden, de categorizar, de observar los temas desde una perspectiva más analítica y humana.
Y hay algo que jamás he podido comprender —no tengo hijos, pero aun así—: cómo alguien puede llegar a matar a sus propios hijos. Entiendo, en abstracto, la violencia. Vivimos rodeados de ella: guerras, asesinatos, acoso, bullying… muchas formas de violencia que no necesariamente son homicidas, pero que siguen siendo profundamente dañinas. Sin embargo, lo de quitarle la vida a un hijo me resulta sencillamente inconcebible. Esa imposibilidad de comprender fue lo que me llevó a contactar con José Bretón en prisión y comenzar una correspondencia con él, con el objetivo de intentar entender qué lo llevó hasta ahí.
P. ¿Y cómo fue esa experiencia de mantener una correspondencia con él?
R. Desde el punto de vista literario, fue una experiencia extraordinaria, sin duda. Pero también fue más decepcionante de lo que imaginaba. Hay un momento en el que él se bloquea completamente. Yo creo que su mente ha borrado ciertos recuerdos, que hay cosas a las que simplemente ya no puede acceder, ni siquiera si quisiera. Se resiste a mirar ahí. Y eso limita enormemente el alcance de lo que uno intenta entender.
Y luego, desde el punto de vista extraliterario, como tú sabes, ha sido un pequeño infierno. Por razones que me corresponde, sí, analizar —aunque quizá más adelante, con más calma y en otro contexto.
R. ¿Esperabas la controversia que se generó?
P. En absoluto. Sabía que un libro que aborda un tema así podía recibir atención mediática y que habría reacciones intensas, claro. Pero ni a mí ni a nadie que lo leyó —amigos, gente de la editorial, incluso algunos periodistas— se nos pasó por la cabeza que se llegaría a este punto. Nadie anticipó la magnitud de la polémica.
Como te comenté por mensaje, en nuestra redacción tuvimos un debate al respecto. Llegamos a la conclusión de que El odio debía haberse publicado desde la editorial original. Consideramos que, más allá del contenido, hay un principio que defender: la libertad de expresión y el derecho a la información, recogidos ambos en la Constitución. Y, además, se trata de un tema de evidente interés público.
Esa imposibilidad de comprender fue lo que me llevó a contactar con José Bretón en prisión y comenzar una correspondencia con él, con el objetivo de intentar entender qué lo llevó hasta ahí.
P. ¿Has considerado alternativas para publicarlo?
R. Estamos en ello. No puedo decir mucho más por ahora, pero sí: estamos trabajando en ello.
P. Y, en general, ¿cómo equilibras realidad y ficción en tus obras?
R. De forma rara y, sobre todo, evolutiva. Por ejemplo, en los últimos años, la ficción me interesa cada vez menos, tanto como lector como como autor. Creo que se debe a dos factores: la edad —es algo que he comentado con otros escritores— y también el contexto en el que vivimos.
Hay un exceso de realidad y de telerrealidad, pero también un exceso de ficción: series, películas, narrativas interminables. En ese mar de contenidos, me interesa llegar al núcleo de historias reales y singulares que nos permitan entender la conducta humana, aquello que se sale de nuestras percepciones convencionales.
Durante muchos años escribí ficción. Y como suele decirse, en la ficción uno siempre aparece, aunque disfrazado. A partir de El amor del revés, y antes quizás en Los amores confiados, ya introduje elementos de autoficción. Pero fue con ese libro cuando la no ficción empezó a interesarme de verdad.
Hoy en día me interesa, sobre todo, la no ficción que explora realidades ajenas a mí —como El odio. Eso no significa que no vuelva a escribir ficción, pero ahora mismo la realidad me resulta más estimulante.
P. Y desde una perspectiva más general, ¿cuál crees que es hoy el papel del escritor en la sociedad?
R. Es un papel muy secundario, o incluso terciario. Cuando yo era joven, todavía existía esa figura del escritor como intelectual, como alguien con voz social. Vargas Llosa, sin ir más lejos, fue mucho más que un novelista: tuvo un peso ideológico, cultural, político. Eso ya no ocurre.
Hoy somos, en cierto modo, parias. Siempre lo hemos sido, pero ahora se nos ve como tales. Y eso tiene mucho que ver con cómo han cambiado las editoriales y el mercado. Se valora más cuántos seguidores tienes en Instagram o TikTok que lo que escribes. A partir de ahí, se construyen libros, se ofrecen contratos a influencers, se publican novelas que no lo son.
No es nuevo. Ana Rosa Quintana ya publicó hace años un libro plagiado y ganó un premio. Pero ahora se acentúa más.
Y lo sorprendente es que, pese a que el libro parece tener cada vez menos peso, aún genera miedo. En mi caso, hubo basura informativa, revictimización, una serie documental hace dos años que no causó el menor revuelo… pero publicas un libro —que es un artefacto muy inocente en el fondo— y se arma la de Dios es Cristo.
Sabía que un libro que aborda un tema así podía recibir atención mediática y que habría reacciones intensas, claro. Pero ni a mí ni a nadie que lo leyó se nos pasó por la cabeza que se llegaría a este punto.
P. ¿Y qué opinas de la censura actual en el mundo literario?
R. No es una censura específica del mundo literario. Es una tendencia general: estamos caminando hacia un doble puritanismo desde todos los frentes ideológicos. Eso complica mucho el ejercicio del pensamiento individual y del pensamiento crítico.
Y ojo, pensamiento crítico no significa necesariamente brillantez. El pensador crítico puede estar equivocado, puede ser incluso un idiota, pero ha hecho un camino personal de reflexión que debe poder exponerse para ser contrastado.
Pero hoy vivimos un auge del populismo, del ultraconservadurismo, y también de una izquierda puritana, lo cual nos está llevando al peor de los escenarios posibles.
No creo que la literatura esté especialmente amenazada: simplemente es un eslabón más débil. Por eso es más fácil censurar ahí. En el cine o en la política hay más dinero e intereses detrás.
P. Y ya para terminar: ¿qué libros recomendarías a alguien que quiera adentrarse por primera vez en tu obra?
R. Es una pregunta complicada. Pero recomendaría dos títulos.
Por un lado, El amor del revés, especialmente si el lector es gay o tiene interés por ese mundo, aunque también si es homófobo: en ambos casos puede resultar útil.
Y, por otro lado, La mujer de sombra, que creo que es una novela breve, bien construida, fácil de leer y que refleja muy bien mi universo literario. Para quien quiera entender mi mirada, ese es un buen punto de partida.