La mala influencia de crecer entre princesas y clics: así se desfigura el amor

Cartel de Mala influencia

Reese Russell (Eléa Rochera) disfruta de la vida perfecta, pero todo se complica cuando comienzan a suceder una serie de hechos extraños a su alrededor y empieza a recibir amenazas anónimas. Su padre, Bruce (Enrique Arce), debe buscarle un trabajo al joven criminal Eros Douglas (Alberto Olmo), y decide encargarle la protección de su hija. Así, el temido Eros se convierte en el nuevo guardaespaldas de la inocente Reese. Ambos pertenecen a mundos muy diferentes, pero, cuando están juntos, sienten una química especial. ¿Habrá sido una buena idea juntarlos? 

Ya son muchos los libros que salen de la plataforma Wattpad, como la trilogía de After (2019) o la recientemente estrenada Culpa tuya (2024), junto a su predecesora Culpa mía (2023). La película Mala Influencia, dirigida por Chloé Wallace —su ópera prima—  y basada en la novela de Wattpad escrita por la valenciana anónima Teenspirit, llegó en 2024 con la intención de conectar con el público joven —en este tipo de películas, el target está muy claro— a través de una historia de amor y tensión entre clases sociales. Al más puro estilo de Romeo y Julieta o El guardaespaldas (1992), se queda en tierra de nadie, porque lo que prometía ser una producción que rompiera con los estereotipos clásicos de las historias románticas adolescentes termina siendo justo lo contrario: una propuesta predecible, vacía, emocionalmente desconectada y, de nuevo, premiando o ensalzando el amor tóxico entre los más jóvenes.

Una propuesta predecible, vacía, emocionalmente desconectada

La premisa, aunque poco original, tenía potencial para convertirse en un thriller juvenil entretenido. Pero ese potencial se diluye por una ejecución descuidada. Los protagonistas responden al cliché de “los opuestos se atraen” y encarnan la estética perfecta: jóvenes guapos, bien peinados, sin una sola arruga… eso sí, con pinta de tener más de 25, aunque se supone que acaban de cumplir 18.

La narrativa no se molesta en darles profundidad ni en construir una relación creíble. El supuesto romance —más bien un deseo sexual instantáneo— aparece de golpe, sin química, sin contexto y sin tiempo para que el espectador lo crea. Tal vez pretende reflejar esas relaciones exprés de hoy en día, donde antes de aprenderte el nombre ya ha pasado todo… pero ni así convence.

La subtrama —que podía haber sido el ancla interesante de la historia— se abandona enseguida para centrarse en el romance “prohibido”, cuyo único objetivo parece ser agitar hormonas a golpe de cuerpos perfectos. Porque claro, aquí no hay lugar para una chica con bigote o un malote con gafas de botella. El resultado: una historia que se vacía rápido y desemboca en un final más que predecible.

Si hay algo que nunca falla en este tipo de películas es el chico malo: atormentado, peligroso y, por supuesto, absolutamente irresistible. Y no importa lo que haga —insulte, mienta o se comporte como un sociópata—, siempre habrá una excusa para justificarlo. En ese sentido, Eros cumple con el manual al pie de la letra. Otro nombre de dios griego, otro pasado oscuro, otro romance intenso e incomprensible. (Por cierto, ¿tan difícil era buscar un nombre diferente a Ares? Ya teníamos bastante con A través de mi ventana).

No hay una evolución real ni pausada de los personajes; se quedan atrapados entre el cambio y la ausencia de él.

Eros está “roto”, y el guion se encarga de recordártelo cada dos escenas, por si no te había quedado claro. El problema es que no hay una sola escena que nos permita conocerlo de verdad. Sabemos que tiene un pasado turbio, un entorno marginal, secretos por doquier… pero todo eso se menciona de pasada, sin que nada se sienta auténtico.

No hay momentos que lo humanicen, ni conexiones con otros personajes que den contexto a su dolor. Todo gira —y apenas— en torno a su relación con Reese. Y, claro, si no entendemos quién es él más allá del “chico que sufre en silencio”, ¿cómo vamos a empatizar con su historia?

La misma suerte corre ella, presentada como la niña buena, cuyo paso a joven decidida se resuelve en apenas tres escenas. No hay un conflicto real ni con su padre, ni mucho menos con su entorno privilegiado. Lo que podría haber sido una crítica punzante y feroz al clasismo y al aislamiento diferencial entre las clases altas y bajas, se convierte en un marco estirado y pedante, sin consecuencias. 

En definitiva, no hay una evolución real ni pausada de los personajes; se quedan atrapados entre el cambio y la ausencia de él.

Aunque Alberto Olmo y Eléa Rochera logran cierta química en pantalla —que para algo les pagan, lo mínimo esperable—, los diálogos son planos y las situaciones, torpes y mal construidas. Todo suena forzado, como si estuvieran leyendo un guion que nunca terminó de pulirse. La relación entre ellos no convence porque no tiene coherencia ni desarrollo.

Una vez más, caemos en los tópicos de siempre: adolescentes de 16 años que parecen tener más experiencia sexual que laboral, con dramas forzados y pasiones que se encienden por arte de magia. No solo no resulta creíble, sino que además refuerza ideas poco realistas que hacen un flaco favor a cómo entendemos las relaciones entre jóvenes hoy en día.

Mala influencia entra en el mismo saco que otras películas que intentan (y consiguen) romantizar relaciones desequilibradas o emocionalmente problemáticas. Aunque, de alguna manera, lo hace —o al menos lo intenta— con menos toxicidad que sus predecesoras, la intención no basta cuando la ejecución es irresponsable y está completamente alejada de la realidad.

After (2019), también basada en una novela de Wattpad, es el ejemplo más claro de cómo el cine adolescente ha glorificado las relaciones dañinas. Hardin es controlador, celoso y emocionalmente inestable, pero se presenta como un alma torturada que solo necesita amor para ser “arreglado”. Ridículo, al más puro estilo de “el príncipe salva a la princesa débil y atrapada en una torre”. Al menos, Mala influencia suaviza ese tipo de comportamientos y no los justifica tanto… pero se queda a medio camino.

A tres metros sobre el cielo (2010). Hubo una época en la que muchas soñaban con tener un Mario Casas de novio… Dios santo. La relación entre Hache y Babi marcó a una generación entera, sí, pero vista con ojos de hoy, es evidente que estamos ante una historia tóxica, posesiva y nada sana. Se repite el esquema de siempre: el chico malo y rebelde, la chica buena e inocente.

Mala Influencia bebe directamente de ese mismo molde, solo que con una capa de pintura nueva. La diferencia está en el nivel de violencia. Hache es la masculinidad agresiva en estado puro; Eros, una versión más suave, más “Netflix-friendly”, pero igual de arquetípica. Otro chico dañado, otro romance con fecha de caducidad emocional. Nada nuevo bajo el sol.

Aunque Élite (2018) se presenta como una serie que denuncia los excesos adolescentes, muchas veces termina glorificándolos. Relaciones abiertas mal gestionadas, violencia emocional, falta de consecuencias… En Mala Influencia hay una clara intención de no llegar a esos extremos, pero en el proceso pierde fuerza y no se compromete con ningún mensaje.


Lo verdaderamente preocupante de Mala Influencia no es solo que sea una mala película. Es que, como tantas otras, vende una idea del amor tóxica, distorsionada y profundamente machista bajo una estética “moderna”. Una vez más, asistimos a la romantización de un chico emocionalmente inaccesible y a una chica que se entrega a él como si no tuviera más opción. En este tipo de narrativas, el amor no se construye, se impone. No se elige, se padece. Y lo más grave: se celebra.

Aquí nadie duda, nadie se pregunta nada. Todo el mundo nace sabiendo “hacer el amor” como si la experiencia emocional y sexual fuera innata, automática y —cómo no— heteronormativa. La chica pierde la virginidad —porque claro, ella es la virgen— y lo hace en una escena coreografiada con luces suaves, respiraciones entrecortadas y movimientos de experta. Su cuerpo responde como si tuviera años de práctica, y él, por supuesto, es un amante perfecto y paciente. Un cliché que no solo perpetúa mitos, sino que borra por completo la realidad de lo que supone una primera vez: la inseguridad, los nervios, la torpeza, y también —cuando está bien hecho— la ternura.

Pero en este tipo de historias no hay espacio para lo real. Lo que se prima es la posesión. Él la protege, la controla, la desea… y ella se deja. Porque lo suyo no es una elección mutua, es un destino inevitable. Como si el amor fuera algo que ocurre sin margen de decisión, como si enamorarse fuera rendirse al poder del otro.

Y es aquí donde no podemos evitar recordar aquella frase de Pau Donés en 50 palos y sigo soñando: “La culpa de todo la tienen Disney y las películas porno”. Porque sí, seguimos criando generaciones con estos dos referentes. Por un lado, las películas infantiles que te venden que el amor verdadero es encontrar a quien te rescate. Por otro, la pornografía que enseña que el sexo es algo que se hace sobre el otro, no con el otro.

Mala Influencia quiere hablar de pasión adolescente, pero solo sabe repetir un patrón gastado: chico malo salva a chica buena. Pero el verdadero problema es que estas películas no se limitan a contar una historia; educan, modelan, legitiman. Y mientras sigamos viendo estas relaciones como románticas, seguiremos confundiendo el control con protección, la intensidad con amor, la dependencia con deseo.

Y eso, sinceramente, es una muy mala influencia.